En 1886, en el inventario anual que el párroco de Chía enviaba al Obispo de Barbastro, constan dos libros: el de la cofradía de Nuestra Señora del Carmen (de la iglesia de San Martín) y el de la cofradía del Santísimo Rosario (de la iglesia de San Vicente). En este último, en la primera página vemos escrito que se fundó en 1760. Comentamos en la entrada https://villadechia.es/la-despierta-y-el-rosario-de-la-aurora/ que también hay constancia escrita de la Cofradía del Nombre de Jesús, fundada el 15 de abril de 1602 a instancia de los dominicos de Graus y adscrita a la iglesia parroquial de San Vicente. Desconocemos, de momento, si la Cofradía del Rosario fue la transformación de la del Nombre de Jesús.
El primer domingo de octubre se cambiaba la Junta de la Cofradía del Rosario en Chía. Y el día de la Virgen del Rosario era el día de la Cofradía y se hacía una misa. Si no se asistía, el cofrade pagaba una multa, 2 pesetas en los años 40 y 5 pesetas en los años 50. Los cofrades también organizaban misa para el día de San Lorenzo, el 10 de agosto. En la Junta de 1965 se estipula que las multas serán de 15 pesetas, que los ancianos quedan exentos de asistir y que “entrar” en la Cofradía después de muerto costará 50 pesetas. En 1995 se hace la última misa de cofrades. En los años 90 se pagaban 1.000 pesetas al cura por las dos misas de la Cofradía (10 agosto y 7 octubre).
En la Cofradía se inscribía al heredero de la casa y a su esposa el año del matrimonio. Se pagaban anualmente 6 pesetas (años 40), 12 pesetas (años 50 y 60). Para “entrar” después de muerto se pagaban 35 pesetas en los años 40, 50 pesetas en los años 50, 100 pesetas en 1955. Con los ingresos se pagaba a los enterradores, las velas, la cruz para la tumba, algunas telas y las dos misas de la cofradía.
Nos explicó Juan de Chongastán que la Cofradía se fundó en el siglo XVIII porque hubo una peste y había que asistir a mucha gente; muchos huyeron, pero los que quedaron tenían que hacerse cargo de los muertos. De esta forma, se participaba de forma solidaria en los entierros, se acompañaba a la familia durante el sepelio, el enterramiento y las oraciones que se hacían en la casa del difunto.
No hemos encontrado ninguna referencia a epidemia de peste en 1760, pero en los siglos XVIII y XIX a las epidemias se las denominaba “pestilencias”. En 1348 una gran epidemia de peste arrasó la Corona de Aragón y toda Europa; se calcula que de 70 millones de habitantes, murieron 30 millones. El 30 de abril de 1349, tras la peste negra que azotó Ribagorza, las villas y lugares del Condado solicitaron al infante Pedro medidas fiscales que paliasen las consecuencias de la “mortandad universal que sucedió el año pasado” y él, “aceptando benignamente su súplica”, aceptó que las cargas fiscales se redujeran indefinidamente en un 25%.1
El reino de Aragón sufrió otra gran epidemia de peste en 1653. La peste remitió en Europa en el siglo XVIII, pero tomaron el relevo otras enfermedades contagiosas: la malaria (o paludismo), el tifus, la tuberculosis, el cólera, la viruela, la difteria o la fiebre amarilla, enfermedades que pudieron controlarse con la aparición de las vacunas y los antibióticos, así como de la mejora de las condiciones higiénico-sanitarias de la sociedad, de los mercados, las aguas y los sistemas de alcantarillado. Y en 1918 y 1919 la epidemia de gripe que brotó con la 1ª Guerra Mundial. Dos cosas eran importantes, el aislamiento/confinamiento y dar solución al elevado número de cuerpos de personas fallecidas.
Es muy comprensible, visto el panorama desolador que acompañaba a estas epidemias, surgieran estas cofradías a modo de mutualismo social cumpliendo una función de ayuda comunitaria y de participación social que, hoy en día, se ha perdido. Desde el nacimiento a la muerte, cada persona de la comunidad estaba “acompañada”: la comadrona, parientes y vecinas “ayudaban” en el parto, los cofrades y parientes “acompañaban” en el “último viaje”, haciendo a todos partícipes del “ciclo de la vida”. Además, en caso de apuro económico, la Cofradía lo prestaba a los cofrados con un interés del 5%.
En Chía, el prior de la cofradía pasaba por el pueblo avisando de “cuerpo presente” porque era obligatorio ir a los funerales, so pena de multa. Dos hombres hacían la fosa en la que se iba a enterrar al difunto, por turno riguroso. Si el difunto era un familiar del cofrade al que le tocaba hacer la fosa, se pasaba al siguiente. La fosa era de dos metros de largo, por uno y medio de ancho y dos metros y medio de hondo. Nos cuentan los mayores de Chía que cuando se cavaba en el cementerio, “salían los huesos al cavar y había que tener estómago”. Lo más duro era enterrar a los niños, recuerdan a Carmencita y Marsialet, enterrados en San Martín.
En 1990 se estrenó el cementerio nuevo de Chía y dejaron de enterrarse difuntos en los cementerios anexos a las iglesias de San Vicente y San Martín. La primera que fue sepultada en el nuevo cementerio de nichos fue María Lacorte, de casa Taberna, fallecida el 17 de mayo de 1990. Ya había pompas fúnebres que gestionaban todo el funeral, pero aún así se mantuvo la presencia de la Cofradía en los funerales. El último difunto inscrito en el libro de la Cofradía del Rosario fue Juan Mur Blanc, de casa Garsía, fallecido el 1 de mayo de 2004. Y el último prior que consta en el libro es Luis Mur, de casa Siresa, que entregó el libro de cofrades y el de cuentas el primer domingo de octubre de 2004.
1 Tomás Faci, G. 1348. La peste negra llega a Ribagorza. Guayente nº 115, abril 2020. pp.12-14.
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